ANGELSALCEDO.COM.VE - Varios meses después del ciclo de conferencias del Dalai Lama en Arizona, lo visité en su hogar de Dharamsala. Era una tarde de julio particularmente calurosa y húmeda y llegué a su casa empapado en sudor, después de un corto desplazamiento desde el pueblo. Al proceder yo de un clima seco, la humedad de ese día me resultó casi insoportable y mi estado de ánimo no era el más adecuado para sentarme e iniciar nuestra conversación. Él, por su parte, parecía sentirse muy animado.
Poco después de iniciada la conversación, abordó el tema del placer. En un momento determinado, hizo una observación crucial:
-Hay veces en que la gente confunde felicidad con placer. Hace no mucho tiempo, por ejemplo, pronuncié una conferencia ante un público indio en Rajpur. Dije que el propósito de la vida era la felicidad; un miembro del público señaló que Rajneesch enseña que nuestro momento más feliz se produce durante la actividad sexual, de modo que uno debe ser más feliz a través del sexo.
-El Dalai Lama se echó a reír cordialmente-. Quería saber qué pensaba yo de esa idea. Le contesté que, desde mi punto de vista, la felicidad más alta se produce al llegar a la fase de liberación, en la que ya no existe más sufrimiento. Eso sí que es felicidad duradera. La auténtica felicidad se relaciona más con la mente que con el corazón. La felicidad que depende principalmente del placer físico es inestable; un día
existe y al día siguiente puede haber desaparecido.
Parecía una observación un tanto perogrullesca; claro que la felicidad y el placer eran dos cosas diferentes. Sin embargo, los seres humanos tenemos tendencia a confundirlas. Poco después de mi regreso a casa, durante una sesión de terapia con una paciente, me encontré con una demostración concreta de lo eficaz que puede llegar a ser esa sencilla toma de conciencia.
Heather es una joven soltera que trabaja como asesora personal en la zona de Phoenix. Aunque disfrutaba de su trabajo con jóvenes problemáticos, ya hacía algún tiempo que se sentía insatisfecha de vivir, en la zona. Se quejaba a menudo del crecimiento demográfico, el trafico y el calor opresivo del verano. Se le había ofrecido un puesto de trabajo en una hermosa y pequeña ciudad en las montañas. Había visitado la ciudad en numerosas ocasiones y siempre había soñado en instalarse allí. La oferta habría sido irresistible de no mediar un inconveniente: su clientela sería gente adulta. Llevaba ya varias semanas tratando de decidirse. Intentó hacer una lista de las ventajas e inconvenientes, pero el resultado fue fastidiosamente equilibrado.
-Sé que no disfrutaría del trabajo tanto como aquí - me dijo-, pero eso podría quedar más que compensado por el placer de vivir en ese pueblo. Me encanta estar allí, el simple hecho de estar hace que me sienta bien. Por otro lado, estoy muy harta de este calor. Simplemente, no sé qué hacer.
-No lo sé -contestó finalmente-. Mire, creo que me produciría más placer que felicidad... En realidad, no creo que me sintiera realmente feliz trabajando con esa clientela. Tengo mucha satisfacción al trabajar con adolescentes. El simple hecho de volver a plantear su dilema en términos de felicidad o placer pareció proporcionarle mucha claridad. De repente, le resultó mucho más fácil tomar una decisión.
Se quedó en Phoenix. Naturalmente, sigue quejándose del calor del verano. Pero el hecho de haber tomado una decisión sobre la base de consideraciones más precisas contribuyó a hacerla más feliz y a que el calor le resultara más soportable. Todos los días nos enfrentamos con numerosas alternativas y, por mucho que lo intentemos, a menudo no elegimos lo que es «bueno para nosotros». Ello está relacionado en parte con el hecho de que la «elección correcta» a menudo supone sacrificar nuestro placer.
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